Salimos sin muchas prisas del
hotel Flora cuando eran ya casi las 10. No llevábamos ni una hora de camino y nos paramos en un taller a que nos ajustasen un poco el cambio porque no iban nada bien nuestras bicis. Quince minutos de demora y seis euros solucionan a la perfección el pequeño problema. Circulamos por un carril bici estupendo en una carretera poco transitada que nos lleva a la
Lagoa de Ervedeira entre un bosque de pinos y eucaliptos. Todo rueda a favor. Incluso, por momentos, finalmente el viento decide dejarnos un poco tranquilos. Sin embargo, uno no va haciendo la etapa tan a gusto como era de esperar, no se encuentra del todo bien. Piensa que quizás las dos comidas diarias, cena y desayuno, se hacen demasiado abundantes y sin suficiente espaciamiento entre una y otra. Por eso se siente inflado, incómodo. Por si fuera poco, las rozaduras del culo le tienen martirizado.
Quizás sea la falta de rodaje previo, quizás tenía que haberse preocupado de haber hecho callo en el trasero antes de arrancar para no estar dolorido ahora. Todo eso hace que avance más despacio que Lola y Chus y que tenga que levantarse (siempre que la circulación y la orografía lo permiten) del sillín para aliviar en la medida de lo posible la zona noble vilmente castigada. El carril bici es muy cómodo y muy tranquilo para avanzar despreocupado, pero se hace monótono cuando discurre a lo largo de una llanura de muchos kilómetros. Da la sensación de que no se acaba nunca. Cansado y en medio de esas rectas eternas parece que uno se encuentra inevitablemente consigo mismo. Aunque vaya rodeado de gente, realmente cada uno va avanzando independientemente, con su bici, con su vida y su soledad. Cada uno lleva a cuestas sus ilusiones, sus miedos y sus pasiones y con todo ese equipaje hace el camino. Se plantea uno muchas veces qué hace ahí, dándole vueltas de forma rutinaria a los pedales. Y se da mil respuestas convincentes y encuentra mil explicaciones razonables y lo justifica de mil maneras diferentes. Pero nota que no son aquellas las que le empujan. Sabe que en el fondo es algo sencillo que no sabe explicar.
En medio de la eterna llanura y de tanta elucubración a uno le viene insistentemente a la cabeza por motivos que desconoce una frase que en su momento le oyó a
Saramago que dice algo así como que dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y que eso es precisamente lo que somos. Y vuelve a pensar en lo bien que piensa
Saramago y en lo bien que dice lo que piensa. Un tipo grande este portugués universal. Por fin, llegamos a
Carriço y ahí se acaba el carril. No tenemos más remedio que adentrarnos en la N-109, con mucho tráfico y, en principio, sin arcén. Por fortuna la cosa mejora pronto y la carretera, aunque sigue teniendo circulación abundante, pasa a disponer de un amplio arcén que permite un discurrir muy relajado para los ciclistas. Al cabo de un rato pasamos por
Marinha das Ondas y de nuevo recordamos que, no hace mucho tiempo,
Saramago nos decía que Portugal está tan impregnado de mar que incluso estando alejados de la costa los pueblos tienen nombres que les relacionan con sus ancestros marítimos. Éste es un ejemplo claro.
Nos paramos a tomar algo en un bar de carretera y Chus le pone un mensaje a Teresa para que salga a nuestro encuentro. Nos alcanza cuando llevamos recorridos 41,5 km y quedan todavía 10 para llegar a
Figueira da Foz. En esta ocasión las que entran en el coche son las bicis de Chus y la de uno mismo y son Teresa y Lola las que hacen la última parte de la jornada sobre las dos ruedas. Al llegar a
Figueira lo que no tendría que ser ningún problema se convierte en una auténtica aventura: encontrar el hotel en el que vamos a dormir. Sabemos que se llama
Lazza y que está situado en la
Travessa Nova, 2, pero ni lo reconoce el GPS ni tampoco parece conocerlo nadie de los muchos a los que preguntamos. Incluso nos dicen que debe haber algún error, que ese hotel no es de allí. Para solucionar el asunto decidimos acercarnos al cuartel de la policía en las afueras de la ciudad, pero ni el que está de guardia en la puerta ni el que nos atiende dentro conocen el alojamiento ni la calle y ponen en duda que sea un hotel de
Figueira da Foz. Al final, san Google, como siempre, es el que nos saca del apuro.
El poli nos da las indicaciones pertinentes y 10 minutos más tarde entramos en este escondido hotel
Lazza, nuevo, con un acabado muy moderno y amablemente atendido. Un tanto minimalista, diseño vanguardista, decoración sobria, líneas sencillas, cuarto de baño con paredes de cristal y espejos con truco en las habitaciones para que el cliente se vea estilizado. No tardan mucho en aparecer Lola y Teresa, que nos cuentan que las han pasado canutas con el viento al atravesar el puente de entrada sobre el
río Mondego. Nos relajamos un rato en las habitaciones y a las 8 y media nos vamos a cenar a un sitio que nos recomiendan cerquita del hotel. Uno no acaba de sentirse bien, se encuentra destemplado, nota escalofríos, seguramente tiene algo de fiebre.
Vuelve a la habitación a por algo para abrigarse. Cena a base de sopas calentitas (sopa verde y de judías), sardinas y riquísimas marmotas (cariocas), agua, vino y postre, 40,10 euros (
Restaurante A cataplana, Rúa Antonio Dinis, 34). La cena, estupenda, se ve interrumpida varias veces por las llamadas telefónicas que continuamente recibe Teresa. Es su cumpleaños.